martes, 19 de julio de 2011

River mi buen amigo


Una parte del siguiente texto fue publicado en el diario Allen, nuestra ciudad. Hace tiempo, mas de un año, Gabi me regaló un espacio para despuntar el vicio y no quise mal aprovecharme de su buena intención mandandole la totalidad de las líneas. Me iba a adueñar instantaneamente de todos los espacios del diario. Y eso en mi barrio es abuso. Así que, si alguien anduvo por “nuestra ciudad” y encuentra conocido algunos párrafos de los que siguen a continuación ya cuentan con la explicación del caso.

Ahora sí …

River mi buen amigo


No recuerdo la marca de la radio de bolsillo de payaso que acompañaba a mi viejo todas las siestas y las noches antes de pegar los ojos. Si recuerdo que era gris y que estaba marcada en el vidrio justo en el dial en donde Víctor Hugo todos los Domingos relataba los partidos. Empiezo a contar la historia por la radio porque aquella noche de 1985 que me quedé solo en casa secuestré el aparato gris del Angel y me metí a la cucheta hecho un puñado de nervios. Jugaba River contra Velez por la final de la ronda de perdedores del torneo Nacional y no quise saber nada con salir a cenar en familia.

Llevé el palito rojo hasta la marca en el vidrio y apagué la luz. El príncipe tocó para Morresi y los latidos sacudieron las sabanas. El empate le alcanzaba a River para pasar a la final. Los de Velez tenían fama de mancarrones. Te molían a patadas. Promediaba el primer tiempo y Francescoli puso la cabeza. Román Iucht comentó sobre la elegancia del Enzo al saltar y meter el frentazo certero para batir al mono que en aquel tiempo atajaba para los de Liniers. Me abracé a la radio en un grito mudo, desaforado.

Empezó el segundo tiempo y los minutos que desfilaban se burlaban del corazón que ya le costaba respirar. El empate de los de la V me hirió malamente. Los últimos minutos fueron un suplicio. Victor Hugo levantaba la voz y yo me daba la cabeza contra la cama de arriba. Faltando un minuto para el pitido final pasó lo que no tenía que haber pasado. Penal para Velez gritó el relator. La respiración se cortó de golpe. Comas, Comitas, la clavó contra un palo. Apagué la radio mientras el tatatata del relator uruguayo seguía pateándome en el piso.

Mis viejos llegaron medio tardón. Entraron el toro al garaje. Adivine el andar de Mirta por la cocina sacándose la campera. Angelita quiso prender la tele. No hubo permiso. El viejo encaró derecho a la pieza. Entró despacio. El era hincha del globito. De Huracán. Pero supongo que el dolor que sentía era por el dolor que yo tenía. Yo estaba despierto, bien despierto. El trago amargo hizo efecto en la llaga que había nacido en el alma luego de aquel gol de Comas, Comitas, y no iba a poder dormir quien sabe hasta que hora. Eso sí, me hice el que dormía. La mano de mi viejo acomodó la sabana y lo imaginé mirando la radio que ya estaba media desarmada entre mis brazos. No la solté porque se iba a dar cuenta que estaba despierto y hubiera quedado flojo que descubriera mis ojos, todavía, llorando. Me acarició la frente y se inclinó para darme un beso. Una ola de alivio tranquilizó la impotencia y la bronca que descansaron para dejarme dormir.

Yo tenía once años, y un corazón nuevo, casi sin estrenar. Nada de mal de amores ni cosas por el estilo. El tipo latía y latía. Los sentimientos con los que se codearía más adelante aun estaban guardados y envueltos. Solo habían aparecido algunos sin aviso. Precisamente uno de ellos se presentó esa misma noche. El dolor que sentí en el alma fue un clic. Fue hermoso. Fue darme cuenta que no solo los dibujos animados, los amigos de la infancia y la canchita del barrio eran los condimentos que salaban la vida. Había más. Una pasión. Estaba River, y lo que mas quería en el mundo era verlo Campeón.

El año que siguió, 1986, fue acaso el mejor año en la historia de la banda y mi pasión y dedicación fue incondicional. Religiosamente todos las siestas domingueras hacíamos nido con mi viejo en la cama grande a escuchar los goles que la radio gris tenía para cantarnos. El brillo en los ojos luego de un triunfo me duraba toda la semana y a la escuela caía con el pecho inflado. Eso sí, si perdíamos aguantame la cara larga por un rato largo, porque nada podía llenar el vacío que dejaba una derrota a tan corta edad.

Mi vida futbolera creció con la primer pelota que me regaló el Angel y fue creciendo con los entrenamientos de los maguitos en Unión de Allen. Con los primeros partidos. Los primeros vestuarios. Los tapones de los Borussia haciendo ruido en el túnel mientras esperábamos al técnico para hacer la última arenga antes de entrar a la cancha. La canchita del barrio, que era algo así como el descanso del club. Ahí nos hacíamos los hombres contra otros barrios. Un grupo de amigos peleando juntos por el mismo objetivo. Ganar. Era maravilloso. Y el Domingo, para completarla, a ver el resumen de los partidos por tele. Es decir, mi pasión se fue esparciendo siempre al lado de una pelota.

Recuerdo el día que Huracán descendió. Justo en el 86. El año que nosotros festejamos todo. Mi viejo estaba mirando una peli en el sillón de casa. Yo estaba escondido, tirado en el piso, detrás del otro sillón. Del de dos cuerpos. En la radio, gris por supuesto, relataban Huracán versus Italiano. Era el último de tres partidos para saber quien de los dos se iba a la B. Mi viejo miraba el tele, pero no la película. Los hielos que nadaban en el whisky se golpeaban cada vez que la botella volvía a llenar el vaso. Fueron a penales y con tanto infortunio, para mi viejo claro, que el último penal de Huracán fue atajado. Lo vi levantarse con los ojos medios raros. Nublados. Fue la primera vez que lo escuché a mi viejo putear con tanta pasión.

Del otro lado estaba La Compañía. El cabezón, el gringo, lupín y el gallego Fernandez estaban de vuelta, es verdad, pero se conocían de memoria y era muy difícil robarles un punto. La Compañía era un rival directo de Camisinha. Camisinha, también conocido como el viola, éramos nosotros. Teníamos lo nuestro. No corríamos todos atrás de la pelota y eso en el torneo de la facu ya era un dato favorable. El flaco, lechu, tutu, ñoqui y el chaquito, entendían de que se trataba. Capocha no entendía demasiado y eso nos venía bárbaro. El Gordo Luis era un tiempista de los buenos, al igual que el dos de La Compañía. Tenían la habilidad de esperar el momento justo de la cita con el delantero para hacerse con el balón mediante un roce riguroso al borde de lo ilegal. Muchas veces sobrepasaban la línea y se iban con un cartón amarillo para el área, dejando al contrario con uno menos. Al final de cuentas, era negocio.

El Viola había recorrido las cuatro categorías. El puerto final fue en la máxima. El objetivo principal era mantenernos, pero a mediados del torneo andábamos discutiendo los primeros puestos. Así que aquella tarde hermosa de Sábado … Quizás aquella tarde tenía frio, viento y caían bigornias de punta, pero el solo hecho de juntarme con amigos dentro de una cancha de fútbol, hacía que aquella tarde de Sábado fuera hermosa … Así que aquella tarde hermosa de Sábado guardamos en el bolso los tres puntos que fueron claves para empezar a acariciar la copa, que mas tarde abrazaríamos con toda la fuerza.

Mi viejo había desplegado la playera a la orilla del rectángulo. La radio gris inseparable le relataba el partido del Sábado. La operación de cadera lo había dejado maltrecho y no era recomendable que ande caminando o sentado en cualquier lado. La pelota estaba esperando la orden del réferi que se estaba atando los cordones. De un lado yo, del otro el Lechu. Che Lechu viste a los dos marcadores del fondo? Están boludeando. Que te parece si la empujo para adelante y salgo corriendo para el vértice del área grande. Vos la podes revolear para allá? Dale, me dijo el colorado que tenía un taco de pool en la pierna derecha. El silbato sonó agudo y tal lo planeado puse en movimiento el balón y salí como piña. No tuve que esquivar a nadie, eran todos postes quietos, fríos, sin reflejos, que miraban la pelota tranquilos esperando que salga para atrás, como se hace normalmente. Pero no. A pocos pasos del vértice me di vuelta. Ahí venía. En el aire, precisa. Los marcadores con los ojos grandotes me miraron sorprendidos mientras iniciaban un intento de cierre. Mis ojos brillaban de júbilo. La pelota pico una vez afuera del área y no picó mas. Cuando estaba buscando la gramilla por segunda vez encontró el empeine que se infló como una empanada. El gallego solo observó atónito como la red se levantaba cerca del ángulo. Un par de segundos y ya estábamos uno a cero. Les adelanto que ese fue el resultado final.

Esta larga introducción es para contarles lo que pasó en el segundo tiempo. Mi viejo seguía sentado en la playera con la radio gris media afónica tirada por ahí, cerca de la silla. El empate estaba al caer, pero ya les adelante el resultado así que pueden seguir leyendos tranquilos. Nuestras fichas estaban todas amontonadas en un contragolpe. Yo permanecía en el medio de la cancha mas bien tirado para el lado de mi viejo que esperaba el pelotazo con mas ganas que yo. Había que liquidarlo para no sufrir mas. El gordo Luis despejó de cabeza en medio de un barullo dramático. El chaco le dio otro cabezazo y el flaco le metió un zurdazo firme. La pelota venía a encontrarse conmigo. Con el marcador pegado como estampita la fui a buscar. La dejé pasar por entre las piernas y rodeando al seis que quedó despatarrado salí corriendo mas rápido que un keniata adelante de un león.

La velocidad y mi poco peso eran dos características ideales para el número dos que me esperaba con un repasador al cuello. Se acuerdan. Ese tiempista de los buenos que les comente anteriormente. Si, ese mismo. El dos de La Compañia. Esperó. Esperó. Esperó. Yo no podía correr mas rápido. Iba a todo le que daba. Sólo restaba sortear el ropero y buscar al gallego que ya iba retrocediendo ligeramente. Tenía que tocar la pelota y saltar bien alto. No había otra opción. Llegó la hora de la cita. Yo llegué primero y el no esperó mas. Adelanté el balón apenas con la punta del botín derecho mientras el izquierdo hacía fuerza para dar el salto mas alto de mi vida. No pasó nada de eso. El ropero con toda su humanidad me encaró como un tren. Me acertó de lleno, me arrancó del aire y me revoleó como una bolsa varios metros afuera de la cancha.

Yo nunca fui de esos que aspavientan con doscientas vueltas para un lado y doscientas para otro para que el árbitro compre. Generalmente me paraba enseguida. Eso lo aprendí de mi viejo que siempre que en la tele aparecía alguien revolcándose después de un faul lo adornaba de insultos tales como: esto es fútbol nene, no muñeca, maricón !!! Pero aquella vez no me levanté enseguida. Luego del impacto me asusté un poco. Tarde algunos segundos en contar las partes de mi cuerpo y recién ahí me levanté. Estaba entero. Algo mareado, pero entero. Me sacudí un poco mientras veía como mis compañeros se dividían entre el árbitro y el ropero. Eso no fue extraño. Pasa siempre en todos los partidos en donde las pataditas cruzan la línea de lo legal y se convierten en patadotas. Lo extraño, fue verlo al Angel levantarse de la playera y meterse rengueando a la cancha a la voz de CONCHUUUUUDOOOO !!! …

Disculpen el exabrupto, pero esa fue la textual palabra que mi viejo había usado esa tarde del 86 cuando Huracán piso en falso. Y que sino fuera porque me vio escondido detrás del sillón de dos cuerpos hubiera sido el último día de la radio gris que ya estaba por volar rumbo al balcón y después al mas allá. Algunos de mis compañeros lo agarraron para que se calmara, pero no había manera de borrarle esa palabrota de la boca. La repetía y la repetía al mismo momento que señalaba al ropero con el dedo. Esa fue acaso la segunda vez que lo escuche a mi viejo putear con tanta pasión, y ya no era por culpa de Huracán.

Yo fui creciendo, Camisinha fue bicampeón en la máxima categoría, Huracán se la paso subiendo y bajando como un ascensor y River fue mezclando algunas paladas de cal con varias de arena. En mi vida y en la cancha se fueron intercalando buenas y malas. De todas fui aprendiendo. Los sentimientos nuevos se fueron presentando en el camino y los dibujos animados, el club, el viola y la canchita del barrio quedaron bastante lejos. El tiempo me fue formando y las obligaciones y responsabilidades se enfocaron en otros objetivos además de encontrarme con una pelota de fútbol o ver a River Campeón.

Y así llegamos a este 2011 que quedará como una foto negra en el álbum de los recuerdos. Primero se fue mi viejo. Si, de sopetón se fue el tipo y me dejó todas las fichas desparramadas. Algunas pude ordenarlas, otras siguen en el piso, no se dónde. Supongo que ya voy a tener tiempo de revelar algunas mas. El globito, Huracán, su pasión, se fue más tarde igual que en esa tarde triste de whisky atragantado, y para colmo Román Iucht le comentaba a Víctor Hugo que el penal lo iba a patear Pavone. Doce pasos para empezar a creer en la recuperación. Y como en aquella noche de Comas, pasó lo que no tenía que haber pasado. El tanque anunció el tiro, el grito del relator se quedó atragantado y Olave se quedó con mi alma, con mi respiración. River se fue a la B. Increíble. Todo se derrumbó. Mi corazón se olvidó de las obligaciones, de las responsabilidades, se olvidó de todo. La pasión de aquel niño de once años había vuelto y estaba a flor de piel.

Igual que en esa noche del 85 apagué la radio, que ya no era gris, apagué la tele, y con la impotencia y la bronca hecha un nudo en la garganta me metí al sobre. La mano de mi viejo ya no estaba para aliviar tanto dolor. Unos pasos chiquititos fueron subiendo la escalera. Me hice el dormido. Una vez arriba corrieron hasta la cama. Pablio, Pablio. Me llamaba Joaquín. Pablio vamos a saltar. Me pedía mientras que su manito húmeda me acariciaba el brazo para que me despierte. El alivio fue instantáneo, igualmente no me moví. No vaya a ser cosa que se diera cuenta que no estaba dormido, y si que hubiera quedado flojo que un niño de 2 años viera a su padre con los ojos raros, algo nublados.